Fonseca.

Exposición homenaje.

Inauguración: Miércoles 7 de diciembre de 2022.

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En el marco del centenario del nacimiento del artista Gonzalo Fonseca, el Museo Torres García, en colaboración con la Fundación José Gurvich y el Ministerio de Educación y Cultura, planea rendir homenaje a esta figura del arte de nuestro país y el mundo.

Fonseca fue discípulo de Joaquín Torres García y uno de los integrantes más destacados del Taller Torres García, participando en casi todas las exposiciones colectivas del Taller y colaborando en la revista Removedor, así como en la realización de los Murales del Hospital Saint Bois en 1944. En 1950 Fonseca comenzó a viajar por el mundo y luego se radicó fuera del país. La obra de Gonzalo Fonseca integra las colecciones permanentes de importantes museos del mundo como el Brooklyn Museum of Art, Portland Art Museum y el Guggenheim Museum. Asimismo se realizaron grandes exposiciones de su obra en el Museo Reina Sofía de Madrid, MoMA de Nueva York, Jewish Museum de Manhattan, entre muchas otras instituciones.

La exposición homenaje que realizará el Museo Torres García abarcará dos salas de exposiciones y el hall del Museo. La fecha de apertura de la exposición será el 7 de diciembre de 2022 y el cierre el 31 de marzo de 2023. Se expondrán murales que realizó Fonseca para la decoración del Pabellón Martirené del Hospital Saint Bois, óleos, esculturas, acuarelas, y dibujos. Se incluirán fotografías, correspondencia y otros materiales documentales. Las obras a exponer pertenecen a importantes colecciones privadas de nuestro país, poco accesibles para el público en general. Además se solicitarán en préstamo obras al Museo Nacional de Artes Visuales y ANTEL.

El homenaje incluye importantes publicaciones sobre la vida y obra del artista, acciones de difusión, propuestas educativas y material audiovisual, tendientes a favorecer la accesibilidad del gran público a su obra.

Sin duda, por todo lo expuesto el homenaje a los cien años del nacimiento de Gonzalo Fonseca será uno de los hechos más significativos del panorama cultural del 2022.

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Inauguración

El Museo Torres García tiene el agrado de invitarle a la inauguración de la exposición y homenaje a Gonzalo Fonseca.

Miércoles 7 de diciembre de 2022.
17 horas. Cinemateca Uruguaya. Cupos limitados.
19 horas. Museo Torres García. Entrada libre.

A las 17 hs en sala 2 de Cinemateca Ciudad Vieja se proyectará "Membra Disjecta", un film documental sobre la vida y obra de Gonzalo Fonseca. Se contará con la presencia de su director, Michael Gregory, que viaja desde Los Ángeles para la ocasión. Las entradas se pueden adquirir en la web de Cinemateca Uruguaya.

A las 19 hs se inaugura la exposición homenaje, con presencia de autoridades nacionales.

La exposición homenaje a Fonseca abarca dos plantas del Museo Torres García. Se presenta la colección Fonseca perteneciente a la Fundación José Gurvich y obras provenientes de diversos acervos públicos y privados, reuniendo obras sobre papel, óleos, piedras, murales, cerámicas, mosaicos y tallas, dando cuenta de todos los formatos en los que se destacó el gran artista uruguayo.

Presentación

Con motivo de la celebración de los 100 años del nacimiento de Gonzalo Fonseca, desde el Museo Torres García proponemos acercarnos a la obra y el legado de uno de los mayores artistas uruguayos del siglo XX. Revisitar a Fonseca es un desafío singular; para las personas cercanas a las artes visuales y al legado del Taller Torres García, la figura de Gonzalo Fonseca reviste un carácter casi mítico, y su obra es considerada de las más trascendentes y originales de las de quienes transitaron por esa escuela de arte. Pero, en un nivel más amplio, tal vez Gonzalo Fonseca sea un célebre desconocido.

Hace más de 70 años que dejó el Uruguay, adonde volvería esporádicamente, y es por eso que su obra tiene escasa representación en esta zona del mundo, en particular sus esculturas en piedra, lenguaje con el cual logró su voz propia y un nombre en el escenario artístico. Sin embargo, la distancia geográfica no significó una ruptura. Desde el exterior del país, Gonzalo Fonseca mantuvo su participación en las exposiciones del Taller Torres García desde 1943 hasta las últimas, a inicios de 1960. En 1990, cuando fue invitado a representar al Uruguay en la XLIV Bienal de Venecia, Fonseca no dudó en hacerlo a su costo, y luego colaboró gustosamente con el parque de esculturas del Edificio Libertad, primero con un ambicioso proyecto de escultura monumental, que no se pudo realizar, y entonces donando la escultura en piedra Rumi Saiko, una de las dos obras mayores de Fonseca que felizmente pueden apreciarse en nuestro país.1

Gonzalo Fonseca también proyectó esculpir un cerro en Tacuarembó y colaborar en la construcción de un pueblo de artistas junto a Francisco Matto2 . Cuando en 1965 se le preguntó si aún se sentía perteneciente al Taller Torres García, Fonseca contestó: «Es como si me preguntara si mi piel y mis huesos son míos».3

En 1968 fue invitado por el artista mexicano Matías Goeritz a participar en un proyecto escultórico en el contexto de los Juegos Olímpicos de México. Se invitó a artistas de varios países latinoamericanos y Goeritz le preguntó a Fonseca si aún se consideraba uruguayo. «Sí, todavía lo soy»4, fue su respuesta, por lo que participó como artista uruguayo, si bien no estaba de acuerdo con etiquetas asociadas a nacionalidades o regionalismos y simplemente se consideraba artista.

1 La escultura Madre Cava está expuesta en la Fundación Atchugarry desde el año 2022.
2 Esta idea de un pueblo de artistas retoma un proyecto de Matto en el pueblo de Belastiquí.
3 Entrevista de María Esther Gilio publicada en Marcha el 29 de enero de 1965.
4 Entrevista de Pedro Reyes, Nueva York, 1996, en http://cargocollective.com/torredelosvientos/1996-Entrevista-Gonzalo-Fonseca

Fonseca

en Nueva York

Nueva York resultó para Gonzalo un lugar donde pudo trabajar con cierto tipo de independencia y anonimidad, algo que al principio lo desconcertó. En una entrevista de María Esther Gilio en el semanario Marcha en 1965, describe sus primeras impresiones de la gran urbe norteamericana:

«Mi primera mañana en N. Y. fue un verdadero golpe. Abro la ventana que daba a un gran espacio interior rodeado de otras ventanas. Conté diecisiete pintores. Viejitas en camisón, jóvenes, señores con lentes y aspecto de responsables oficinistas. Todos con un pincel en la mano. Me sentí apabullado, deprimido; yo no venía a llenar ningún vacío; la impresión fue fea. Yo no podría ser el medicine man que la tribu ansiaba. El 20 por ciento de la tribu la constituían medicine men. Se confirmaba la sensación de que el artista ha perdido su significación tradicional» .

Estas impresiones de Gonzalo permiten entender qué anhelaba hacer y quién quería ser en la gran ciudad, pero, a la vez, él describe con astucia la realidad con la que se encontró. Llegó a una ciudad llena de artistas que aspiraban a participar en la siguiente onda estética o, como Gonzalo mismo, solucionar, como curanderos a través de su arte, los malestares sociales y transcender las tendencias estéticas de la posguerra y del posinformalismo/expresionismo abstracto. A finales de los cincuenta el expresionismo abstracto y los informalismos de la posguerra ya eran tendencias establecidas, y los que venían desde fuera a crear algún tipo de ruptura fueron los artistas del pop art, el minimalismo, y otros, como Gonzalo, llegados desde el sur buscando un lenguaje estético sin definición geográfica.

No obstante el shock inicial, la ciudad de Nueva York llegó a ser un lugar lleno de oportunidades para que Gonzalo pudiese experimentar, especialmente con la escultura y obras monumentales. En la misma entrevista de Marcha en la cual describe ese primer sacudón, Gonzalo menciona que en Nueva York se encuentra permanentemente fascinado con los materiales a su disposición, una «orgía de materiales» en diversidad de formatos y calidades. Él mismo describe el impacto de la abundancia de material en el desarrollo de su trabajo escultórico al decir que «el material es en sí mismo un motivo de constante excitación para la imaginación del artista» y que «[h]ay como una electricidad en el ambiente en ese sentido; siempre aparecen materias nuevas que posibilitan formas nuevas» .

Así, Nueva York le dio la oportunidad de articular su estilo personal en un ambiente posmodernista. En ese contexto Gonzalo trabajó fuera de la colectividad del Taller, siguió con sus experimentaciones plásticas, pero aún usando como base las reglas inculcadas por su maestro en el Taller. Y aunque en sus itinerancias geográficas anteriores —entre su salida de Montevideo y su llegada a la Gran Manzana— había estudiado y experimentado con varios medios, fue en Nueva York donde llegó a liberar los símbolos del esquema constructivista y donde empezó a dedicarse completamente a la escultura. Tomó conciencia de este cambio cuando en 1966 le escribió en una de sus cartas a Manolita: «Mi taller ya se parece más a una carpintería, donde los pinceles y tubos de pintura quedaron como un servicio de porcelana en un establo de caballos» .

Una de las esculturas que mejor representan este período inicial de experimentación es Poste (c. 1958-59), una obra de madera con hierro y cuerdas que semeja un poste (o un tótem) de un metro de alto, del cual cuelgan objetos como talismanes. Puede verse como una versión plástica de Axis Mundi, donde los objetos cuelgan del cuerpo vivo de Gonzalo y lo convierten en el centro de su mundo. En esta iteración plástica, el cuerpo o torso de la composición es el poste de madera; podría decirse que la escultura es un retrato del artista en un momento en que realiza su propia iconografía, en la que los símbolos llegan a ser los talismanes de un curandero estético.

Su llegada a Nueva York también marca el inicio de su obra monumental pública. En 1960 realizó Untitled (Sin título), un gran mosaico para la New School of Social Research. Hecha con miles de teselas importadas de Italia, la obra toma toda una pared de más de cinco metros de alto y más de tres de ancho del lobby de la universidad, un espacio amplio y con mucha circulación de personas. El mismo año construyó un mural de ladrillo pulido en el Queens Medical Center (perdido), y en 1967 un mural de cemento pulido de aproximadamente tres por dos metros para la escuela pública en Manhattan P. S. 46. En 1968 realizó esculturas monumentales en madera para un programa experimental de parques en el Bronx (véase «Obra monumental en madera»).

En 1969 creó la primera escultura instalada en medio de una vereda en Nueva York. No está claro cuánto duró aquella columna de mármol en el espacio público, pero por notas de prensa de la época sabemos que su instalación en una zona de circulación peatonal la convirtió en una obra que sorprendía a los transeúntes y los invitaba a interactuar con ella. En una nota de prensa del New York Times se comenta incluso que Gonzalo mismo comunicó su deseo de que el espectador interactuara con la obra y la manipulara: «Espero que la gente le añada sus propios toques […]. No quiero que sea protegida como un objeto de museo» .

Aunque a veces Gonzalo se sentía agobiado por la mercantilización que se vivía en el ambiente artístico de Nueva York, en ese contexto llegó a relacionarse con figuras importantes, como Isamu Noguchi, Marcel Duchamp y Jorge Luis Borges, entre muchos otros, ya que varios de ellos se radicaron ahí en el período de posguerra. La ciudad, en su pluralidad, también le ofreció una colección infinita de museos y bibliotecas en los cuales pudo profundizar sus estudios sobre civilizaciones y lenguas antiguas y seguir pistas epistemológicas para interpretar manuscritos sobre los orígenes —de palabras, ideas, mitos e historia —. Son todas evidencias de la constante búsqueda del conocimiento a lo largo de la historia humana que influyen en el desarrollo y la profundización de este conocimiento en la iconografía y el formato de toda la obra de Gonzalo.

Obras

en piedra

La piedra llegó a ser el material predilecto de Gonzalo en las últimas tres décadas de su vida. Con ella y en ella, llegó a explorar con intuición y lógica los temas que había ido desarrollando en las décadas anteriores, especialmente en los años sesenta, cuando empezó a trabajar con cemento y madera y a crear obras monumentales. Muchos de los elementos formales desarrollados durante esa década encuentran su lugar en la obra en piedra. Nichos y altares, escaleras y escalones, formas geométricas y figurativas emergen del material y cobran presencia en las composiciones de Gonzalo, que se convierten en espacios liminales entre el pasado y el presente, entre lo conocido y lo desconocido, entre lo lógico y lo mitológico. En 1988 el pintor y crítico colombiano Samuel Montealegre encapsuló con palabras lo que se siente al encontrarse frente a la obra en piedra de Gonzalo:

«Ante las esculturas de Gonzalo Fonseca, aun cuando la altura de ellas sea inferior a la del hombre, se tiene la impresión de encontrar una cosa inmensa, sin poder determinar cuánto la estatura del espectador disminuye y cuánto aumenta aquella del objeto. Muchos de los trabajos en piedra parecen rocas que el artista hubiese escalado centímetro por centímetro. Tal sensación deriva, quizá, del hecho que, durante la realización, él desciende verticalmente en sí mismo hasta encontrar venas de yacimientos culturales, de donde extrae figuras que saca fatigosamente a la luz: en las obras se imprime el ascenso por los vericuetos de mythos y logos».

La descripción de Montealegre es acertada en muchos puntos sobre las medidas y tácticas de Gonzalo en la mayoría de sus obras en piedra: la manipulación de escala para desorientar y a la vez invitar al espectador, un respeto profundo por el material y el entendimiento de que el rol del artista es simplemente revelar lo que la piedra «quiere contar» y, en último término, cómo cada composición pierde su estatus de objeto para convertirse más bien en un espacio, un espacio donde el tiempo se detiene y el mito y la lógica llegan a existir en comunión. Esa comunión permite que las obras sean como hierofanías o manifestaciones materiales de algo sagrado.

La obra en piedra de Gonzalo es la más reconocida en el ámbito internacional, pero desafortunadamente es la que tiene menos presencia en el Uruguay. Empezó a mediados de los años sesenta, cuando el artista aún trabajaba exclusivamente en su taller en Nueva York. La primera obra en este material fue Membra Disjecta, un monumento sepulcral diseñado para la tumba de la esposa de un amigo. El monumento nunca llegó a ser instalado en el cementerio de Queens, pero sirvió para que Gonzalo comenzara a trabajar con el material que predominaría en su obra por el resto de su vida. En un principio usó piedras que él o sus hijos encontraban en sitios de demolición o construcción alrededor de la ciudad. Por eso, no solo el tipo de piedra variaba —usaba desde el mármol hasta la piedra marrón (brown stone) habitual en las residencias construidas en el siglo XIX en la gran ciudad—, sino también sus formas y formatos. Como con la madera que encontraba en estos sitios, Gonzalo trabajaba tomando en cuenta los elementos arquitectónicos que la piedra ya contenía. Honraba así su historia material, pero a la vez su intervención revelaba una especie de historia escondida.

En 1972, al llegar a Seravezza e instalar su taller y su casa a lado de las famosas canteras de mármol (véase «Seravezza: la casa-taller», en la p. XX), Gonzalo al fin pudo trabajar exclusivamente con este material y hacerlo desde su lugar de origen. Esto sería de suma importancia, no solo porque él creía en revelar la historia de la piedra a través de sus intervenciones, sino también porque prefería trabajar con trozos imperfectos y no con piezas de primera calidad. Esto le daba la oportunidad de establecer su «relación de complicidad con el material», como delinea Montealegre, para así «descubr[ir] los secretos recónditos y respeta[r] la integridad» del material.

Al evaluar su obra en piedra, vemos que en tres décadas Gonzalo trabajó con coherencia, pero en varios formatos. Las obras de menor tamaño suelen conservar su carácter de bloque, y Gonzalo las trabajó picando la piedra de distintas maneras para integrar formas escalonadas y relieves arquitectónicos, y también agregando elementos o formas de su iconografía estética, a veces añadidos estos detalles con madera, cuero o metal. A su vez, las obras de mayor tamaño mantienen el carácter de grandes muros —compuestos por varios bloques juntos— o grandes columnas/estelas. Al igual que las piedras de formato más íntimo, también tienen elementos picados, como nichos, ventanas o planos inclinados, y formas agregadas que llegan a ser como habitantes de estos espacios liminales.

La gran distinción es cómo el formato influye en la experiencia de la obra y a su vez en su significado para el espectador. Las obras más pequeñas mantienen cierta intimidad y llegan a ser como un espacio más bien privado, en el cual el espectador se vuelve testigo de una escena metafísica, un espacio con historia que debe imaginar para desenvolver su propia historia. En cambio, las obras de mayor tamaño, en su monumentalidad, dan la impresión de ser partes esenciales de un ritual más bien público y a la vez sagrado, e invitan al espectador a participar en su significado e historia.

Afortunadamente hay dos ejemplos de la obra en piedra de mayor formato en el Uruguay, lo que da la oportunidad de participar en este ritual localmente. Un ejemplo es la estela de más de dos metros Rumi-Saiko (véase el ensayo «Rumi-Saiko» en la p. XX), en el parque de las Esculturas del Edificio Libertad, y el segundo es el gran muro Madre-Cava (1978), que desde 2022 se puede visitar en el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA), en Manantiales.

Miradas sobre

su obra

Es un largo y muy personal periplo el que realizaron Fonseca y su obra desde los fundamentos del TTG hasta la escultura en piedra, que se constituyó en su medio de expresión definitivo. Dos de las consignas básicas de las enseñanzas de Torres García eran el planismo y la negación de la luz real en la obra. La escultura de Fonseca se inició como escultura plana y solo gradualmente y después de algunos tanteos fue ganando el espacio hasta constituirse en escultura plena y realizar el milagro de apegarse —y tal vez negar en apariencia— a los postulados del universalismo constructivo.

El lenguaje plástico de Fonseca es muy ajustado; incluye un breve repertorio de formas que fue depurado a través de décadas y que se integra a una geometría cartesiana en un sistema de relaciones y proporciones netamente constructivo. Pórticos, ventanas, bolas que cuelgan y cuerdas que anudan, escaleras y un par de sólidos platónicos conforman un lenguaje simbólico que deja la gramática del grafismo para tomar cuerpo en la significación espacial de los volúmenes. Eso y una sensibilidad afinadísima para leer la plasticidad propia del trozo de piedra que tenía delante, el canto de sus aristas, las texturas provocadas por roturas o trabajos de desbastamiento, y las zonas que él decidía pulir o cortar al ras.

A la vez que exploraba la potencia expresiva que tiene la materia cuando pesa y ocupa un lugar en el espacio, Fonseca fue plenamente consciente de que al ser fotografiada su obra volvería al plano; a fin de cuentas, en los libros y en los catálogos lo que se reproduce no son esculturas sino fotografías. Caio Fonseca da testimonio de que «Gonzalo siempre hacía sus propias fotos de sus obras, no solo cuando estaban terminadas, sino durante todo el progreso de la obra». Fonseca le explicaba a su hijo que «la escultura depende de la luz y sombra para ser visible, y cada luz diferente cambia la imagen. Por eso le gustaba crear imágenes con sombras fuertes y nítidas que revelaban las superficies y las formas» .

Las fotografías tomadas por Fonseca (o por fotógrafos con quienes colaboró) son un camino de acceso a la visión que él mismo tenía sobre sus esculturas: el juego con la escala y la impresión de monumentalidad, marcado por un punto de vista bajo; el uso del blanco y negro, que dirige la atención hacia la forma, la textura y la geometría. Las sombras nítidas y bien contrastadas obedecen al uso de una sola luz dura —del mismo tipo que la del sol—, que predomina sobre las restantes fuentes de iluminación. Así suele ser la luz en Egipto, en Siria y en Perú. Es el pleno sol que hace vibrar las aristas de los pórticos del Partenón y que revela los grafismos de la Puerta del Sol en Tiwanaku; el sol rasante, que en el templo de Edfú transforma una pared de piedra en un mundo de bajorrelieves apenas perceptibles y en la ciudad perdida de Petra hace reverberar la roca y la extrae de la montaña.

El artista dio pocas pistas para interactuar con su obra. En los catálogos de las exposiciones que realizó en vida por lo general no había textos, solo imágenes. Y los nombres de las obras en latín, inglés o quechua —como Membra Disjecta, Wemustdig o Rumi Saiko— destilan erudición y humor verbal, pero abren más incógnitas de las que responden. La obra de Fonseca es evocadora de misterios antiguos, sin tiempo ni lugar, y en los numerosos dibujos realizados por el artista, que parecen mundos fantásticos, este suele representar construcciones colosales que se corresponden inequívocamente con sus esculturas. Esto reafirma que la obra tiene rasgos arquitectónicos —que él mismo hizo explícitos alguna vez —, pero de una arquitectura que no parece concebida para ser habitada por el cuerpo, sino por el espíritu. Construcciones como ruinas, restos parciales de algo mucho más grande y complejo, trozos de materia que portan las huellas de un saber total, perdido en su mayor parte, pero presente en cada fragmento.

No hay piedra de Rosetta para leer la obra de Fonseca. El misterio primero seduce y luego desconcierta, abriendo el espacio para la comunicación de lo profundo, cuando las palabras se quedan atrás, estrelladas contra una puerta de piedra. Y entonces el silencio tan hondo, tan cargado de significados latentes y, ahí sí, «el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz» .

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