Taller de pintura al fresco del Museo Torres García.
Cuando la pintura va hacia la arquitectura y se integra a ella, se da el fenómeno de la pintura mural. Idealmente un mural debería dialogar con la arquitectura que lo alberga y generar una unidad nueva gracias a la complementariedad de formas, ritmos y tonos. Pero también puede suceder al revés; que de algún modo la arquitectura vaya hacia la pintura y se funda con ella. Entonces no es el cuadro el que va hacia el muro, si no el muro, las puertas, las columnas y los capiteles que vienen al cuadro y se integran a él generando un objeto de características peculiares, como los que aquí se exponen y que en éste taller se ha querido llamar retablos. Pero, ¿son éstos retablos en sentido estricto?
El retablo es en origen un dispositivo que permite colocar imágenes religiosas inmediatamente detrás del altar en el rito católico -retro tabula viene a significar “detrás de la mesa”-. Los retablos del medioevo tuvieron inicialmente una función escenográfica, eran el paisaje del ritual y hacían presente un trasfondo imaginario en el que se representaban escenas milagrosas. Su forma tendía a acompañar la del ábside de la iglesia, el espacio que ocupaban, por lo que eran realizados en segmentos -un poco a modo de biombo- con un tramo central de mayor tamaño y una puerta a cada lado. Esta disposición les permitía acompañar la forma semicircular del ábside y también les confería un carácter autoportante. La parte superior de los retablos muchas veces era similar a un frontón o tendía a tomar la forma de de los arcos que configuraban el espacio que ellos habitaban. Posteriormente, en el período gótico los retablos ganaron monumentalidad y perdieron su carácter mueble convirtiéndose en algo muy diferente a lo que aquí nos ocupa.
La que inspira el trabajo del Taller de Pintura al Fresco es la idea de retablo antiguo, a modo de pequeño escenario, con algo de casita u hornacina. El retablo humilde de tantas iglesias de hoy, que es espacio de custodia de lo sagrado, y tiene puertitas que se abren durante los momentos santos y permanecen cerradas el resto del tiempo.
Estas obras del Taller de Pintura al Fresco tienen también otro antecedente directo en las arquitecturas que Joaquín Torres García realizó fundamentalmente en las años 20 del siglo pasado, más exactamente entre 1925 y 1926, año en que Torres García se instala en París. La primera exposición realizada por Torres en la Ciudad Luz consistió de obras vinculadas a su Arte Mediterráneo y representaban escenas bucólicas que no estaban enmarcadas, sino que integraban -en su mayoría- una arquitectura que las contenía al tiempo que las completaba. Tal vez de esa manera Torres recuperaba unos muros que le habían sido esquivos y arrebatados en el famoso episodio del Palau de la Generalitat. Si así fue, bienvenido es; como en tantas ocasiones el artista transformó la adversidad en virtud, y reciclando ideas y obras anteriores creó algo así como un formato nuevo, que hoy cobra un impulso renovado en el Taller de Pintura al Fresco.
En los trabajos que el Taller hoy expone se continúan y profundizan las líneas de investigación que se vienen desarrollando desde hace algunos años. La técnica del fresco impone un riguroso estudio previo de las formas y del dibujo, ya que obliga a concretar toda una síntesis gráfica en unos trazos que no admiten enmienda. La imposibilidad de corregir (la corrección es posible pero muy engorrosa) manda a los artistas a preparar el trazo como un arquero que tiene una sola flecha, y así cada uno de ellos genera un repertorio de formas gráficas que le es propio, y que luego, en el momento de la creación utiliza con fluidez. En particular me refiero al resultado del estudio de las formas de flora realizada en el Jardín Botánico durante los últimos dos años.
En esta serie de trabajos la propuesta es ir un paso más e integrar los elementos constructivos de la obra a la unidad plástica de la misma. Se advierte como la solidez de los materiales y la geometría de esas pequeñas construcciones nutre y dialoga con la estructura de la realización pictórica. Esta integración, que se da en diversos grados, posiblemente sea objeto de futuras indagaciones ya que presenta un campo muy rico de posibilidades formales y expresivas.
Desde el Museo Torres García celebramos con alegría esta muestra que representa el trabajo de un taller vivo y en movimiento. Un grupo abierto y sólido al mismo tiempo, que indaga en las posibilidades expresivas de la visualidad y la materialidad sin apegarse a formas establecidas y consolidadas. Su tradición no es formal si no escencial, es un ida y vuelta desde el ojo al pincel, una voluntad de construir con formas y tonos no exenta de cierto misticismo. Y por eso, tal vez, estas obras sean retablos; verdaderos retablos que contienen, portan y cuidan una idea del arte que tiene algo de sagrado.
Alejandro Díaz
Director del Museo Torres García